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El hijo de Saúl: El gran cine tiene memoria

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El Holocausto fue muerte, no supervivencia.

El cine, la ficción, nos tenía acostumbrados a la cara amable de la Shoah: historias que tratan de refilón, como un tema colateral, el exterminio de seis millones de personas para emocionarnos con el relato esperanzador de aquellos pocos que escaparon o pervivieron al desastre. Ellos nos han ayudado a conocer lo que ocurrió entre 1941 y 1945 en lugares como Auschwitz, Treblinka, Sobibor, Belzec o Chelmno. Son gente elegida que representa la fuente más fidedigna para acercarnos al horror, dar testimonio del cómo y ayudarnos a entender por qué pudo suceder algo así. Quizá nunca encontraremos una respuesta. Lo mejor que podemos hacer ante aquellos hechos, pienso, es no olvidar.

Las razones del realizador húngaro de 38 años László Nemes, alumno aventajado de Béla Tarr, para embarcarse en El hijo de Saúl no eran convencionales. Queriendo hacer justicia a sus propios familiares desaparecidos y a los que murieron en circunstancias tan dolorosas, el autor nos regala en su primera película (debutar con un filme tan redondo merece doble reconocimiento) una obra que desde ya figura entre lo mejor de la cosecha que nos deparará 2016 (y que, para mí, nos dejó 2015).

En los campos de exterminio malvivían los Sonderkommando, un grupo de prisioneros destinado a padecer condiciones infrahumanas y a realizar el trabajo sucio que los nazis rechazaban ejecutar para no ablandarse: conducir a los recién llegados a las cámaras de gas, limpiarlas a posteriori, sacar los cuerpos, quemarlos, deshacerse de sus cenizas y vuelta a empezar. Después había equipos destinados a tareas más concretas: cortar el pelo a las futuras víctimas, registrar y empaquetar sus ropas, revisar las «piezas» y extraerles los dientes de oro… En definitiva, la maquinaria de la muerte, el mecanismo de funcionamiento del sistema más perverso.

Los Sonderkommando, a los que se les daba categoría de intocables marcándolos con una grosera cruz roja, fueron tachados de colaboracionistas al término de la Segunda Guerra Mundial por muchos de sus coetáneos. Resulta difícil establecer juicios morales en torno a personas obligadas a soportar un contexto tan extremo. En mi opinión, este momento histórico es la ilustración más clara de lo mejor y peor de la naturaleza humana: frente a los instigadores del asesinato, están los que aguantaron todo tipo de maltrato físico y psicológico, sin saber hasta cuándo se prolongaría, con la esperanza de poder contarlo algún día al resto del mundo. Lo único que les quedaba a esa gente (condenados en vida, muertos vivientes) era su conciencia: la convicción de que aquello era monstruoso. Debía permanecer en los libros de historia y en la memoria colectiva.

La atrocidad del fuera de campo

Quizá por respeto a aquello que nunca fue filmado, o porque como debería saber todo profesional que se precie de hacer buen cine resulta mucho más enriquecedor e inquietante sugerir que mostrar, Nemes decide dejar la mayor parte de la acción en un segundo plano. Es decir, acompañamos a Saúl durante sus penosas labores pero no se nos permiten observar de forma completa lo que él observa. Más allá de su figura, el espacio que le rodea está desenfocado, lo que provoca (salvo en un par de momentos más explícitos) una confusión deliberada en el espectador quien, aun así, intuye en todo momento lo que está sucediendo. Los golpes, gritos, disparos y demás recursos de la banda sonora dibujan un panorama aterrador.

Además, la apuesta del director por los planos secuencia es igual de eficaz: la cámara se pega al rostro y la espalda del personaje interpretado por Géza Röhrig (un actor no profesional de origen judío que en realidad trabaja como profesor en Nueva York) y nos hace acompañarlo en su terrorífica travesía.

La película es grande no sólo por la forma, sino por el fondo, pues la cinta va más allá de la exposición de los hechos y se plantea: ¿se puede hallar algo de consuelo, de alivio moral, en mitad del infierno? La salida de Saúl es ofrecer un entierro religioso y digno a su hijo, al que un día ve morir en la cámara de gas. A partir de ahí, su único objetivo es encontrar a un rabino que le ayude a llevar a cabo su última voluntad.

El hijo de Saúl, cuya impresionante secuencia inicial supone un serio aviso al espectador ante lo que va a ver, funciona además como compendio fabuloso de lo que conllevaba la vida en un campo de concentración, donde algunos se negaron a doblegarse ante su fatal destino. Pocas veces se nos habrá mostrado en la pantalla de forma más contundente el grado de degradación moral y crueldad que puede alcanzar el ser humano, una acción orquestada a la que es difícil encontrar comparación en la historia de la humanidad, y al mismo tiempo un ejemplo de entereza tan encomiable.

El horror infinito que resuena de aquellos campos se manifiesta aún hoy en esa masa de iletrados y provocadores que se atreven a seguir negando el Holocausto. O en la actitud déspota y autoritaria de ciertos gobiernos. No hay más que observar el proceder de las naciones occidentales ante la afluencia de los refugiados sirios (sin ir más lejos, la propia Hungría). Que un país como éste, de apenas diez millones de habitantes y que no se encuentra precisamente entre las grandes potencias europeas, sea capaz de impulsar y ejecutar un ejemplo de memoria histórica del calibre de El hijo de Saúl, es toda una lección para sus vecinos y para nosotros mismos, los españoles.

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Resulta complicado recomendar esta película, ya que el espectador medio no está acostumbrado a un ejercicio de estilo tan radical e implícitamente duro. Pero el alcance de esta propuesta y su valor histórico y humano debe prevalecer por encima del momento asfixiante al que conduce su hora y tres cuartos de duración. Obras de este calado son necesarias porque contribuyen a engrandecer el cine y a seguir profundizando y reviviendo tragedias humanas, en este caso de tamañas dimensiones, que deberían estar siempre presentes.

Me siento orgulloso del público que está yendo a ver la película, en especial de amigos y conocidos. Ojalá su impacto no sea en vano y siga despertando admiración.

Tras asistir a El hijo de Saúl, uno abandona la sala noqueado y con dos certezas:

  1. El Holocausto fue así.
  2. Una película sobre el Holocausto debía, tenía que ser así.